Yuri Dojc: La esposa del pescador (1988)
Últimamente me despierto desorientado
y con la cabeza lacada
En el Libro de L abundan las direcciones y sus señales. Un universo no euclidiano en el que por el punto exterior a la recta pasan todos los caminos que van a Roma cuando ya el imperio ha caído. Hay rotondas y vías de dirección única. Controles de velocidad y de alcoholemia. Líneas continuas para no adelantar ni besar a la princesa. Prohibido adelantar camiones de transporte internacional para evitar la tentación del de Ítaca. Muchas reses sueltas habitan en los pastos secos del Libro de L. La mayoría son muestras disecadas cazadas por viejos escopeteros.
En el Libro de L son mayoría los tramos acotados y en cada recodo del río podemos ver esos metafísicos carteles que anuncian que estamos en una zona libre de muerte. Por eso la mujer del pescador ha debido adaptarse a los peces de goma-espuma o papel cuché. Ella ya no huele ni podemos apreciar en los pliegues de su piel o su vestido escamitas tornasoladas. Sin embargo, la mujer del pescador sigue orientándome en esta mañana de domingo en la que me acerco al río. Me saluda y dice, sonriente, que el monasterio está un poco más arriba o unos kilómetros río abajo. Me enseña peces de cartón pintados por mujeres chinas y, en su acuario, nuevos ejemplares cyborg que dicen haber visto en los fondos de las aguas cosas que ningún humano logrará imaginar y que se perderán ("como lágrimas en la lluvia") cuando se conviertan (los peces) en escabeche.
La mujer del pescador se me ofrece como señal ambigua en la fotografía de Dojc. Se cubre y se descubre; me incita a ir hacia allí (¿qué es mi allí?) y a quedarme en esa casa de la que, ay, quizás no debí salir. La mujer del pescador de Yuri Dojc no es mi princesa ni la señal del hogar. Su sombrero asiático protege de la lluvia y crea una burbuja que tapa púdicamente su cuerpo y vuelve opaca la faena. Sin embrago el ligero giro de su cabeza anuncia un despertar, una percepción de la región Shangri-la que aún no tiene todas sus certidumbres ni credenciales. Sus labios de pez sellan la inmovilidad con un erotismo un tanto hierático y, a la vez, húmedo (las imágenes de Dojc siempre provocan una divertida re-erotización de sus modelos ).
¿Hacia dónde ir si busco, querida señora, el monasterio? ¿Hay algún tramo del río en el que pueda encontrar peces que mueran en mis anzuelos? ¿Hay peces con mal olor en las montañas? La mujer del pescador, en el silencio del besugo litografiado, ajena en su sombrero a todo expresionismo de señorita berlinesa, forma con su codo un ángulo recto del cual el pescado es bisectriz .Los dos oscuros pezones de la mujer son los referentes de una paralela y, quizás, caramelos de chocolate. Son todo el pecho de una criatura fría como un pez: puntos de calor o hielo (esto sólo lo sabríamos chupando el pezón y saboreando su textura. No es el caso porque los monjes tenemos vedado también ese oficio). Sin embargo, el pez nos advierte de que no debemos conformarnos con obedecer la horizontalidad a la que nos conducen los pechos. Él mira más arriba y es flecha que apunta al otro lado de la carnalidad morena.
En esta mañana de domingo, mi alma obedece a la mano que, descuidada, acaricia el vientre. Ese detalle me decide a seguir la senda que las yemas de los dedos anuncian. Un criterio táctil de corrección y verdad. Últimamente me despierto desorientado y con la memoria cubierta de barnices y lacados químicos. El tacto, no sé por qué, me salva.
En esta mañana de domingo, mi alma obedece a la mano que, descuidada, acaricia el vientre. Ese detalle me decide a seguir la senda que las yemas de los dedos anuncian. Un criterio táctil de corrección y verdad. Últimamente me despierto desorientado y con la memoria cubierta de barnices y lacados químicos. El tacto, no sé por qué, me salva.
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