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En el Libro de L podrían encontrar - la posibilidad de su escritura estará abierta hasta que llegue el borrado - narraciones interrumpidas de leve aroma moral y tendencia cursi, sondeos geológicos que se muestran inquietamente escépticos sobre el hallazgo de profundidades y, en fin, osadía que se niega a decir su nombre.
En el Libro de L se cuenta la historia de aquel hombre que, el día de sus bodas de oro, se despertó con la certeza de que esa mujer que dormía a su lado no era (ni lo había sido nunca) la mujer de su vida. Ese bulto que respiraba a su derecha le era tan extraño como el aparato que le insuflaba aire a ritmo de tortura o la tumoración de su próstata. L abrió los ojos y se sorprendió porque todo el mundo se había convertido en un monstruoso insecto.
En el Libro de L se sospecha que el asombro que da paso a la filosofía, la verdadera sonrisa ante la ternura de las cosas o la osadía que rompe la distancia que separa dos manos, es asunto de viejos y enfermos. Todo lo demás es engaño de la fuerza vital, de las gónadas o los genes egoístas. Decadencia rima con decadencia, y apunta perversamente a la debilidad, esa falta de gana y cojones que nos conduce irremediablemente al asombro y a la sonrisa del gato de Alicia.
Cuando L abrió los ojos esa mañana comprendió que el arrepentimiento bajo la forma de alegre reencuentro siempre estará ahí, como el Cielo para el buen ladrón o el perdón de los pecados. O eso se dice (o dirá) en el Libro de L.
En el Libro de L, el viejo L pierde el nombre de la que dicen fue su esposa durante cincuenta años y hasta los apellidos de los hijos y nietos de esa mujer vieja. L sí recuerda a Sara, la amiga de su nieta X, entusiasta al narrar su próxima estancia en Bratislaba, becada por dos años en el centro de la vieja Europa, a un paso de la tentación oriental y oliendo aún la Suma Teológica del Atlántico Norte. L recuerda a Sara en tanto brillo de la piel (y no por sus palabras retumbantes). L ve brillos de tacto y pierde letras y nombres Sabe que esa que duerme a su lado y soporta, como él, el ritmo totalitario del CPAP (Continuos positive airway pressure) es tan extranjera en su nueva patria como todas esas fotos que relatan la ficción de su pasado. L recuerda el nombre de Ana y toma en sus manos unas manos largas y sarmentosas que hablan con susurros. Ana es un trapo sobre una silla eléctrica. Huesos y piel apellejada. L y Ana miran los dibujos que una vez salieron de los ojos de ella. Y allí está la patria, se dicen o se dirían o se dirán mañana, o esta tarde, cuando L se levante y comunique a todos su extranjería, el arrepentimiento, la constitución de la nueva república.
En el Libro de L se argumenta - de manera creo que convincente - que la búsqueda transustanciada del oro alquímico debe frenarse en el momento n-1 (siendo n cifra de nuestra tontuna) para retornar antes de que sea demasiado tarde, antes de lo póstumo y agotado, a los brillos mate del cobre. El místico que purifica su mirada para visionar el Espíritu debe regresar a la morada de la carne y subvertir todos sus logros (logos + ogros) en la gotita de líquido seminal que apunta en el flácido miembro de L al marcar con el arado las fronteras de la nueva Roma.
En el Libro de L se graban ritmos y danzas en esa gota seminal y casi póstuma.
El Libro de L es católico en la creencia dogmática de un arrepentimiento de última hora que nos salve o nos condene. El Libro de L, tan parecido a unas memorias, desconfía de éstas y de sus recuerdos. Vive un presente desmemoriado. En el núcleo duro y gris de la bicefalia se añora la blanda caricia de los colores.
miércoles, 12 de octubre de 2011
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