“No me importaba nada. Porque hay una libertad en la apatía; una salvaje y mareante liberación casi capaz de emborracharte. Puedes hacer entonces cualquier cosa” (…)
“El secreto es que no hay ningún secreto. Eso es lo que realmente queremos ocultar a nuestros hijos”
( Lionel Shriver: Tenemos que hablar de Kevin)
Lo dices en palabra y en silencio. Insistes, querido, en tu vocación apática aunque tú y yo sabemos que no hay voluntad alguna de glaciación y desearías derretirte en todos los fuegos. Es la apatía, al menos en tu caso, mentira del miedo y la vergüenza, cuando no simple deseo de colocarte la venda en los ojos para simular que no ves nada. Pero percibes las cosas y el mundo te sigue encantando.
El miedo es la matriz de la temeraria conversión de la experiencia en una secuencia de cosas cualquiera, indiferentes y tan decoloradas e indoloras que no merecen la pena, dices, esforzarse por ninguna. Y la vergüenza, sombra de ese miedo y líquido anestesiante de la movilidad, insinúa en tu oído medio que tú no eres nadie.
¿Quién te pide descubrir el secreto? ¿De dónde sacas que hay tal cosa debajo de tus ropajes, de tu postura de ángel herido? Nadie te va a mirar cuando dispongas entre aspavientos el gesto del dictum y ahí paralices tu sonrojo. A nadie le importa que no tengas testamento.
La apatía es la espuma de la impotencia.
Apático al beso de M. en aquella pared de Las Llanas. Ni morder el labio mereció su osadía y flácido se mantiene tu miembro en su mano. Apático en la casa y entre las filosofías y sus bailes de velos y filtros de luz polarizada.
- Dame cualquier idea – decías - y, como punto de apoyo de palanca, moveré el mundo. Da igual su lengua y sus razones. Pues si la verdad agria la leche, soy equidistante de todas las verdades. No me ponen, no me colocan, me dejan tal cual, sin resaca ni decepciones.;
Ella dijo NO y tú giraste la cabeza como quien prepara, en gesto convulso, un estornudo reprimido. Dolido por el NO, promueves el concierto apático. No quiero enfadarme, le dijiste, ni montarte un número por tu desprecio; me ciego a los colores del entusiasmo. A eso lo podemos llamar civilizado. Todo esto has hecho con tan poca convicción que me río, osito, de tu temple estoico.
¡Qué pérdida de tiempo! Deseas templarte en las aguas del cariño, la ternura y los mil matices de las emociones y patologías sentimentales. Pero el miedo a la quemadura, la sospecha de que el agua hierve, te arrojan a témpanos barrocos, templos de mármol en los que no crees. ¡Máscaras que te dañan por su abuso!
Y ahora, hoy mismo, me dices que necesitas vivir más apático, no habiendo aprendido que no es ese tu estado de ánimo ni el secreto, si lo hubiere, que quieres testificar en el juicio a muerte. Resbalan las cosas sin dientes de sierra cuando tu amas las montañas y el riesgo de los desfiladeros siempre propensos a la emboscada. La química te ayuda a emborronar los aguijones cuando tu piel añora el chute. Quieres distancia, sabiendo que deseas el tacto.
Brillante.
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