Ni el ganar ni el perder cierran la partida. Nunca se gana ni se pierde del todo en el camino. Esas eran las cartas que tratamos de jugar. Malas cartas que sacrificarían en su altar las mejores voluntades, el nunca más que entonó sincero ante su amante al salir de casa. Pero el jugador no puede vencer la excitación que le supone imaginar cuáles serán las bazas de los otros, la ilusión de contemplar, en el centro de su mente, las constelaciones de cartas distribuidas en la mesa y arropadas por la apuesta de su sangre. Falla la cartografía y gana la banca del demonio, se sabe, sin perder nunca la esperanza. Derrotado por la falta de liquidez - él no ha elegido salir de la timba sino que ha sido expulsado- encara la fría calle y entona una hallelujah rabínico, a cold and broken Hallelujah .
Una mujer, cubierta con un velo su cabeza, enciende una vela en el altar cuando el jugador derrotado entra por la puerta sin un jodido euro en la cartera.
Y el hogar entona un frío y roto aleluya.
Aleluya al fin y al cabo.
Y eso, amigos, que haya un hogar al final de las caídas, eso es la navidad.
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