viernes, 13 de diciembre de 2013

Mundo hostil. La centralita





 En el muy lejano 1987 trabajé durante un tiempo como telefonista para una organización  ---- que, por lo que sé, sigue existiendo. 

Mi tarea consistía en  recibir llamadas del exterior y del interior del organismo social antes citado -----  y que calificaría, no sin miedo, como estructura muy jerarquizada 

  Las voces solicitantes de mis servicios exigían que metiera sus palabras dentro o las sacara fuera del sistema. Dado que yo  debía permanecer simbólicamente en la membrana de la cosa, en la frontera donde el aduanero supervisa y hace realidad la comunicación, en mi quehacer cotidiano mi mente funcionaba como un algoritmo perfectamente engrasado. Si la llamada llegaba del exterior yo decía: "G.M. (nombre de la organización) buenos días". Y si, por contra, era alguien del interior el que me interpelaba,  susurraba virilmente: "Centralita buenos días".

 Las voces que me hablaban  desde el exterior pedían cosas muy simples. Básicamente que las pasara con el departamento Z o Y;  o, en segunda opción, con alguna persona con nombre y apellidos de una  lista finita que yo podía consultar. 

Algunos llamaban sin saber muy bien con quién querían contactar y solo tenían claro, en el mejor de los casos, qué deseaban decir al oído del que fuera competente en el asunto que les inquietaban.

Una vez llamó alguien que amenazaba con hacernos saltar por los aires. 

  La mayor contingencia  se desvelaba si la extensión interior solicitada no estaba operativa.  En ese caso, el peticionario  permanecía en espera. Yo no era responsable del contratiempo y la mayor parte de la gente se mostraba amable aunque la posición de espera con el teléfono en la oreja era, en aquellos años, gesto idiota. Hoy las cosas se ha normalizado también en lo que toca a ese aspecto.  

Otra variable relevante en el trabajo, y no había muchas más,  era la posición jerárquica que el comunicante, ya emisor, ya receptor, poseía. No era igual estar abajo en la pirámide que ocupar una posición privilegiada. En este último caso,  debía yo presentar  la llamada que entraba en tan digno espacio con mi propia voz, sin distinguirme o señalarme, de manera sencilla y cortés pero humana. Debía violentar la eficaz mecánica con un simulacro de trato diferencial y representando ser siervo o ayuda de cámara  que anuncia una buena nueva: señor, le paso la llamada de....  En los casos en los que el emisor y el receptor no tenían un estatus de dignidad, me limitaba a lanzar la llamada, sin más,con un par de golpes en el teclado.

 En aquellos años, encerrado en la torre en la que estaba el centro de comunicaciones, me sentía a salvo de los rigores del invierno del alma. No era exactamente feliz pero sí sentía la seguridad que nos ofrecen las actividades en las que las variables ocultas o sorpresivas parecen volatilizarse en la actuación ritual, en la reiteración de lo mismo.  Además, cuando la actividad se relajaba al final de la jornada laboral,  yo podía aprovecha para leer alguna cosa o, incluso, escribir. Recuerdo que en aquellos días medité en extraño estado de ánimo sobre La condición postmoderna de Lyotard. Me enfrenté a la idea del fin de los grandes relatos mirando el teclado de mi centralita, ubicados, ella y yo,  en la frontera entre dos universos muy poco amables: el interior y el exterior del sistema.  En el límite sentí, hermanado con la máquina, casi un híbrido,  la amabilidad de las cosas cuando todo tiene lugar al otro lado.

 Mi centralita era un artefacto rectangular con teclas numéricas cuadradas y grandes. Todo el aparato me parecía consistente, con su carcasa de duro metal pintado en un decoroso marrón mierda y sus estructuras de plástico reforzado. En la parte superior había una pantalla en la que, creo recordar, podían verse hasta dos líneas de signos numéricos. Esta pantalla me informaba de quién me estaba llamando desde el interior o exponía en color rojo el número que yo marcaba. En un lado de la máquina, cada extensión o departamento era  representado por una lucecita que solo tenía dos posiciones, encendida o apagada. Ese punto rojo  me decía si estaba disponible o no el habitáculo que buscaban las voces.

 Mi centralita era una tecnología muy a la escala humana.

 De igual modo  que, en ocasiones, fantaseo con  la posibilidad perdida de haber sido un joven seductor y haber ligado con docenas de mujeres y, en un mismo movimiento, haberme enamorado de un buen puñado de ellas,  o con todos los viajes que no he podido hacer,  mi mente desbarra y se representa un mundo paralelo en el que el oficio de telefonista fuera aún el mío en este momento. Dejando en su contingencia otras farándulas que he intentado conseguir y, a veces he conseguido, como familia, propiedad y salario, las cosas podrían ser  mucho más amables si me  hubiera asentado en aquel trabajo en el que, a cien metros por encima del mundo, ponía en comunicación a las personas. Supongo que hubiera sido feliz como suele suceder siempre que reescribirmos el pasado y nos vemos, tan reales, siendo jóvenes que seducen a decenas de mujeres, se enamoran de un puñado de ellas y, cuando las cosas se tuercen, se van a trabajar a una centralita telefónica  en la que, con amable sonrisa, ponemos en contacto a unos seres humanos con otros.  Esta tontería me parece deliciosa.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

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