sábado, 5 de marzo de 2011

07:57: Me preparo un té que beberé despacio - el último sorbo ya definitivamente frío -  y  me como  un plátano que prepara el estómago para su incipiente molestia. Enciendo el ordenador. Abro un par de líneas la persiana. Siempre igual. Música suave para no despertar el escepticismo y la desazón, para que pueda narcotizarme en la reiteración de lo mismo. La oración y el rito de la mañana. Y al fondo la escritura. Farmacopea que no logra nunca nunca nunca vencer al deseo (ni siquiera en este sitio que nace con la imagen de gran iceberg).

Es tan gruesa la costra que  cubre mi voz que la  fuerza de recién nacido se ahoga en pequeños golpes que no vislumbran fisura. Pero el pequeño está ahí, noto sus pataditas. Habita en el interior de mi lengua desde hace muchos años. Sus manitas empujan la piel de lo mismo, la madre fosilizada, la madre momia... El deseo, en la esquina del cuadrilátero, esboza su sonrisa de saliva tratando de poner trabas al non nato hasta que firme con su sangre y su semen el pacto de adoración. El niño no rubrica y, por eso, se ahoga.

La obsesión del ahogo que el rito del té, Cecilia Bartoli y la escritura embriagan hasta convertirla en "petit mort".


08:13. Me despierto y pienso en el ajedrez. No soy aficionado al juego pero, qué sé yo acá por qué me viene a la mente sus figuritas al despertar.

 Soy plenamente consciente de que todas la figuras están determinadas por su algoritmo y , quizás, en su fuero interno cada una de ellas esté encantada de ser quien es . Sin embargo el poder de seducción que poseen los distintos pasos de la danza ajedrecista es bien diferente. El rey es la gran figura melancólica del tablero - puede moverse hacia cualquier sitio pero sólo un paso, sólo hasta los límites de su reino - y su erotismo es decadente, eunuco, largo como la impotencia. Por su parte, la reina es tan agresiva en su movimiento que parece que está fuera de juego, que es de otro juego que por alguna anomalía espacio-temporal ha penetrado en esta caverna reticular. Conozco personas que son así. La reina golpea bisexualmente o  se muta transexual a conveniencia. Creo que su pérdida en el juego  provoca un punto y a parte, un salto de página o un cierre de capítulo. De algún modo cuando la reina muere puede seguir el juego a un ritmo más acorde al ser humano ("a la Montaigne": no es posible para el hombre que el paso sea más largo que la zancada....y la reina lo pretendía. Muera, pues, su omnipotencia sin grietas) .

¿Quién desearía ser amado por la torre o el peón? ¿Qué erotismo esconden ? Sea yo peón - convertirme en torre me provoca risa y me imagino en ella al papá  freudiano a puntito de ser derribado por el rayo del tarot. Sea yo pasito a pasito y ente bloqueado en la línea recta. Sea que entrego mi amor al alfil o al caballo, con su transversalidad y su salto. El caballo es  filósofo de pasaje benjaminiano, quizás un poco pedante y exhibicionista como  pornstar. Hermoso giro en el aire el del caballo, artista plástico del tablero que puede ver desde arriba en el momento de su elevación y contemplar en clave cubista  la ilusión de la tridimensionalidad. Las otras figuras se arrastran; el caballo baila.  El peón ama al caballo en el aire y se sacrifica por él. Pero, por qué no fingir preferencias en ese mundo mecánico,  se agarraría con gusto  a la cintura del alfil como quien se acopla pegadito a la motera con chupa de cuero y calavera en la espalda, mirando el desierto que pasa convertido en imagen corrida, soñando un revolcón en alguno de los infinitos centros que esconde el espacio. Desearía el peón preñar a la motera-alfil para que naciera en el relieve de su espalda la voz enterrada. Vería la luz el niño en la fiereza hermosa del desierto (como profeta in nuce)

Me levanto pensando en el ajedrez. Todas la figuras esconden autómata en su interior pero sólo algunas seducen a la bicéfala que se convierte en peón cachondo, escéptico pero excitado en un nuevo sueño, resucitando la vieja obsesión, racionando la llegada de la muerte, buscando novísimas estrategias para romper la costra que envuelve al niño aún no nacido.

Y pensar esto a las 09:07 tiene algo de signo milagroso (quizás sea cierto que la maravilla está a un paso de suceder).

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